LA VIEJA DAMA DEL CALLEJÓN

Diciembre 1973

Cuando se despertó aquel sábado, entraba una clara y fina luz que avisaba que afuera el día era gélido. El pequeño reloj de porcelana de encima de la mesilla de noche señalaba las siete menos cinco.

Levantó la persiana de la habitación con sigilo para no despertar a su compañero. En el callejón solamente se veían dos gatos hurgando en los contenedores de la basura.

Era una mujer algo fuera de lo habitual. Se encontraba a unas cinco semanas de su setenta cumpleaños y surcaban su cabellera numerosas hebras grises. Su figura era generosa, pesaba noventa quilos, pero aún ejercía el extraordinario magnetismo sexual de cuando tenía treinta años. Imprimía en sus andares un contoneo erótico que ningún hombre podía resistir.
Sonó el teléfono .Sin la más mínima intención de cogerlo, cogió su chaqueta de lana, los guantes y una bufanda y salió al portal. Aquel día tenía cosas que hacer.

La vecina, la señora Martha, la saludó en el rellano de la escalera:

-“Buenos días ¿Cómo está hoy su marido?”

Ella, con un movimiento con la mano derecha y una mirada, le hizo entender que se encontraba algo indispuesto. No tenía ganas de hablar.

Era nueva en el vecindario y unos días antes habían tenido una reunión .Allí fue cuando se presentó a sus vecinos y les contó que su marido llevaba tiempo enfermo y que apenas salía de la cama. Ellos ofrecieron gustosamente ayudarla si le hacía falta. Pero prefería arreglárselas sola .
Salió a la calle. Miró el callejón con afecto. Para ella, las hileras de casitas ofrecían una sensación de tranquilidad. Se agarró un momento a un árbol. Los trozos de hielo que había en la acera hacían peligroso el caminar. El viento sopló y esparció los móviles copos de nieve amontonándolos con rapidez y haciéndolos crecer contra los árboles y las casas.

Al salir del callejón le dio la sensación de estar en otra ciudad. Se podía oir el murmullo de la gente que entraba y salía de las tiendas.Se apresuró a entrar en una farmacia y pidió los medicamentos de su marido. El farmacéutico, un hombre de aspecto gruñón, le pidió las recetas. Ella buscó y rebuscó en su bolso sin encontrarlas. Estaba segura que las llevaba, pero evidentemente se las había dejado en casa.

“No se preocupe señora, ya me las traerá” dijo el hombre amablemente.

Asintió y después de coger los medicamentos salió enfilando calle arriba.

Mañana era el cumpleaños de Martín, y pensó en comprarle un regalo. Él siempre había querido un reloj de oro, y este año se lo podía permitir. Caminaba con las manos en el cuello cogiendo la bufanda , ya que así la sensación de frío no la acosaba tanto.

Entró en la joyería de la calle Bernal. Estaba llena de piezas de extraordinario valor. Fue directamente al dependiente y pidió el reloj. El hombre frisaba la cincuentena, lucía sin complejos una nariz ganchuda y la barbilla más pronunciada que había visto jamás. Le recordó a Martín cuando tenía su edad. El joyero insistió en un reloj que atendía a las necesidades de todo un caballero. No lo dudó un momento y se hizo con él.

Cansada del paseo y de luchar por andar a contraviento, por fin llegó a su callejón. Arrastrando los pies y falta de respiración, llegó al portal. Enfiló las escaleras y entró a casa. Dejó el regalo y las medicinas en la mesita de noche de Martín.

Una vez en la cocina preparó un buen caldo y horneó un poco de pollo. Pero el cansancio la vencía y decidió acostarse un rato, esperando levantarse con más fuerzas.

Las horas pasaron, y el día amaneció lluvioso. Lucía, su hija, llegó a eso de las once y media, como cada domingo , para ir con ella a misa. Abrió la puerta y entró en la casa que estaba silenciosa y oscura.

“Mamá, ¿aún estás durmiendo?”

Ella yacía en la cama, inmóvil, fría. Al otro lado de la cama un gran vacío. En su mesita de noche, junto a su reloj de porcelana, una fotografía y un recordatorio: Martín,1910-1970

En el comedor la mesa preparada para dos.