El sol dominical bañaba la terraza del bar, desde donde a través de una humeante taza de café, veía a una pandilla de chicos y chicas que apuraban los últimos momentos de una noche de sábado, que por las evidencias visibles, había sido bastante ajetreada.
Risas, voces... comentarios de que si ésto o lo otro...
Una taza cayó al suelo y se rompió en varios pedazos, salpicando a su alrededor goterones de café con leche, sin que ninguno pareciese darse cuenta.
Sólo una chica rubia de aspecto angelical, con ojos emborrados por lo que pudo haber sido una línea de kohl, exclamó un mecagoendios, que salió de sus labios como si fuese un mendigo saliendo de un palacio, pisando una alfombra roja que no le correspondía.
Y de repente apareció ella, de la mano de su madre.
Se acercaron a la terraza del bar, pausadamente, sin prisas, con esa calma que nos invade cuando nuestra mayor preocupación es simplemente ver pasar el tiempo plácidamente.
Caminaba con pasitos cortos y un tanto titubeantes. Su ropa, posiblemente elegida por ella misma, dejaba claro que era una chica joven y moderna, que al igual que las chicas de la mesa de al lado, se preocupaba de gustar.
Se sentó cuidadosamente, no desparramándose en la silla, sino muy ergida, con un aire elegante, casi majestuoso y colocó primorosamente su bolso (de Pucca) y su chaqueta, en la silla de al lado. Ambos perfectos, centrados, sin arrugas, como cuerpos celestes en perfecto equilibrio, en un Universo imaginario que sólo ella veía.
El camarero se acercó para tomar nota y ella alzó sus ojos hacia él y pausadamente pidió una coca cola, mirando de soslayo a su madre, quizás buscando una aprobación o un gesto.
Vertió la coca cola en el vaso, con suma lentitud, estudiándola fijamente, sin verter ni una gota, como si en ello se le fuese la vida y sin perder ni un ápice de aquella elegancia que la rodeaba.
De vez en cuando giraba un poco la cabeza hacia la mesa de la pandilla trasnochadora, (de una edad similar a la suya) y sonreía imperceptiblemente, como la Monalisa. Y se acercaba una aceituna a la boca, mientras miraba pensativa al horizonte.
¿Qué estaría pensando Lucía, la princesa de los ojitos rasgados?